El
proceso evolutivo marchó en reversa. De un momento a otro todos se
transformaron en bestias. En cuatro patas, los seres que segundos atrás
caminaban erguidos, ahora asechaban con ímpetu la bolsa que llevaba en mis
manos.
Estático,
paralizado. No supe si moverme y correr despavorido o simplemente esperar lo
peor. Me sentía como una joven e inexperta gacela acorralada por las más
feroces y hambrientas hienas. Poco a poco fueron aproximándose, acechándome cual famélicas leonas. A medida que se acercaban la velocidad de sus pisadas
aumentaba, al igual que mis escasos latidos. Cada vez más cerca, la saliva que
colgaba de sus grandes colmillos caía al pavimento, formando charcos de ansiedad
y frenesí.
No
supe en que momento caí. Decenas de manos rasgaban mis vestiduras y arañaban
mis brazos como si de filosas garras se tratara. Lo que segundo atrás percibí
como bocas se habían convertido en enormes fauces que, emanando halitosis y hambre
desenfrenada, desgarraban mi piel y devoraban mis huesos mientras buscaban con
desespero la bolsa que había caído bajo mi cuerpo.
Finalmente
lograron moverme y desaprisionar la bolsa que había estado oprimida por mi
espalda contra el suelo. Tendido, sintiendo como se apagaban mis ojos,
observando entre mis párpados, casi caídos, a los seres que devoraban sin
respiro el contenido de la bolsa de papel que segundos antes cargaba entre mis manos,
pensé: “solo era un par de panes”.
Angel Pacheco D’Andrea.
10/07/17
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